Edwards, Colorado. Nada que atrape más la mirada que un atardecer y más si es con el ojo de una cámara. No solo los tonos cálidos de la luz sino también el ángulo en el que cae sobre las cosas, hacen de esta hora del día un momento que no deja de sorprender. Cada atardecer estremece, no importa cuántos hayamos visto en la vida. Y si el cerebro es una máquina que se acostumbra a las cosas cotidianas de la vida y les empieza a restar interés (“…hasta la belleza cansa…” decía José José), parece que la hora dorada es esa única belleza de la cual nunca nos vamos a aburrir.
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